Vigata, la ciudad donde vive Salvo Montalbano, no existe. No, al menos, fuera de la imaginación de Andrea Camileri, y de la de los cientos de miles de lectores que hemos disfrutado (seguimos disfrutando) con el comisario Montalbano y su variopinta (y algo torpe) cuadrilla. Sin embargo, Vigata es tan real que, en 2003, Porto Empedocle, el pequeño pueblito de Agrigento donde nació Camileri, se llama oficialmente Porto Empedocle Vigata.
En las novelas protagonizadas “personalmente en persona” por Salvú Montalbano, la violencia mafiosa, los atracos, los crímenes pasionales, la explotación de los inmigrantes, la prostitución y la violencia salpican amables paisajes mediterráneos veteados de colinas circundadas de estrechas carreteras llenas de socavones, pequeños arenales tras los que brilla el mismo mar que a veces vomita los cadáveres, pueblitos diminutos donde las casas son más viejas que antiguas y la desconfianza suele dejar paso a la invitación a una mesa donde nunca faltan queso, aceitunas y un buen vino.
A veces, cuando una serie de novelas es tan larga como la de Montalbano, los casos, las investigaciones, se diluyen en un maremagno de sicarios, buscavidas y víctimas que saltan de un libro a otro sin que logremos ubicarlas con total seguridad. Pero en nuestra imaginación permanecen las peleas con Livia, las ininteligibles frases de Catarella, el aroma a pescado de la trattoria San Calogero, la silueta del faro al otro lado de la playa, y la sensación de haber viajado por unos paisajes conocidos que comenzamos a añorar apenas doblamos la última página.
Y nunca olvidamos regresar a la casa de Marinella, sacar del frigorífico la última delicia preparada por Adelina y, tras disfrutarla con una botella de vino, tomar asiento en la galería, el mar rompiendo a nuestros pies, para dar perezosas vueltas en torno a las incógnitas del último caso. Y cuando solo la noche nos vigile, podremos bañarnos desnudos en ese Mediterráneo en torno al cual se dibuja lo mejor, y lo peor, del ser humano.