Uno no pasea por Vigo sin llevar a mano la gabardina. No importa que las gaviotas tracen círculos sobre un firmamento apenas veteado de nimbos blanquecinos. El chaparrón puede llegar en cualquier momento para empaparte hasta los huesos y dibujar una comedida sonrisa en el rostro del precavido paisano que, tal vez, se detenga un segundo a preguntar: ¿Usted no es gallego, verdad?
Que se lo digan a Rafael Estévez, incapaz de asumir que en Galicia se limitan a convivir con el clima sin tratar de comprenderlo.
El Vigo de Leo Caldas es una ciudad de cuestas y lluvia, de cruceristas desorientados bajo sus ponchos impermeables, de lonjas y puertos, de olor a salitre y buena mesa. Los edificios señoriales de la calle Arenal se asoman a montañas de contenedores, añorando quizá un paisaje que desde O Castro se tapiza de espuma y verde oscuro, un paisaje que los viajeros que esperan resignados el trasbordador en Moaña estudian con la desgana del día a día. Algo más lejos, en el puerto de Panxón, los pescadores estudian los azules del mar con la nostalgia de los amigos muertos velando las pupilas. La torre de Toralla vigila al otro lado de un puente que solo traspasan sus dueños y, tal vez, algún asesino inesperado. El sireno vigila desde una Porta del Sol que atravesaremos tras disfrutar del aroma a castañas asadas de la calle del Príncipe, justo antes de desviarnos por la pequeña travesía de la Aurora para llegar al Eligio, el punto donde nuestro inspector, una copa de blanco acompañando la última tapa, disfruta de su momento de descanso y reflexión.
No siempre llueve sobre Vigo. Pero esa lluvia, capaz de anegar la paciencia de los resignados, es el lienzo sobre el que se dibujan los pasos de Leo Caldas a la caza de respuestas.