Elizondo siempre ha sido un lugar mágico, una villa de viejas casonas alineadas a lo largo del Río Baztán, un entorno idílico donde la única amenaza son las mismas aguas que le dan su razón de ser.
Pero eso fue antes de que Ainhoa Elizasu apareciera muerta a la orilla del río.
De regreso a Elizondo, no puedo evitar fijarme en cada coche que circula despacio sobre el puente, por si alguno se detiene a nuestro lado y una mano de largas uñas oscuras busca el brazo de mi hija. No puedo evitar buscar en las ventanas asomadas a la calle del Sol, en busca de la mirada preocupada de la tía Engrasi, rozar con las yemas de los dedos el botil harri de la plaza, espiar a hurtadillas a los parroquianos del Txokoto, atento a unos rostros nunca vistos y, sin embargo, conocidos. No puedo evitar anhelar esa niebla que tiñe de incertidumbre cada esquina, en espera de ver aparecer, desde los bosques que cubren las laderas, la figura protectora del Basajaun o el eco de Mari viajando en la tormenta. O salir en su busca, resbalando sobre las hojas secas de los robles, hasta alcanzar Infernuko Errota y guardar un minuto de silencio en memoria de víctimas que jamás estuvieron allí.
Las calles empedradas, el rumor del Baztán al saltar sobre la presa, la fría caricia del viento pirenaico, quedan fuera cuando se cierran los grandes portones de la casa y nos dejamos arrullar por el calor del fuego recordando, con un escalofrío, que la ama no nos comerá esta noche. Y si, en el momento de cerrar los ojos y dejarnos derrotar por el sueño, nos parece escuchar, en algún lugar difuso, el timbre de un teléfono, sabremos que, al descolgar, una voz desconocida que forma parte de nuestro imaginario literario, preguntará inventando una sonrisa:
- ¿Ya es de noche en Baztán, inspectora?